viernes, 30 de junio de 2017

La Higuera de Tocornal


Por Francisco Segura

I

Tras la Escuela Matte existe una higuera que es difícil distinguir si vive o muere. En la noche de San Juan, los vecinos la rehúyen pues de sus lianas resuenan extraños susurros, especialmente cuando se acerca la gente a pedirle favores. 

Se dice que el primer puente altino que ingresó a Bouecheff lo hizo gracias a la higuera: se habría sentado con los facsímiles de la específica de matemáticas y fue capaz de memorizar todas las respuestas. Al quinto año de la carrera se volvió loco y se lanzó del techo de la Facultad. 

En mi caso, estoy en la encrucijada. Abrazado a la foto de Javiera sonriendo tras su cabello oscuro, dudo en pedir que Javiera me ame, es lo que he deseado desde primero básico, esperando que de casualidad me mirara y adivinara lo que mi alma quería decirles a través de mis gafas. Son años de angustia al terminar el año y saber que por dos meses no la vería, años de esperar que en los paseos escolares nos sienten juntos o que simplemente se sonría con las muecas o gestos que hago cerca de ella, y que hacen reír a otras compañeras. 

Soy un alumno de sietes, solo para estar cerca de ella en los fines de año cuando hacen los premios a los tres primeros lugares del curso, esos segundos cerca de su jumper prístino y su sonrisa clara son la retribución por dejar de lado el Atari. La vida fue buena conmigo, pues en la educación media también quedamos en el mismo curso, y esencialmente seguí haciendo lo mismo, amándola escondido tras los sonetos que le escribía, apretando la guata cada vez que se sonríe a las bromas del Bravo. 

Ese verano me prometí cambiar, hablarle directamente invitarla a salir o algo así, de solo pensarlo no pude dormir la semana completa antes de entrar a clases. Aún me duele ese primer día de clases, cuando la vi de la mano del Bravo. Casi enloquecí de tristeza. Mi tristeza es silente, no grito no rabeo, solo me destruyo en silencio, me hundo en lugares sin ruido ni calor. Cada recreo los veía jugar con lanas o cantar al son de la guitarra de Bravo, y yo mirándolos desde la antología poética de Antonio Machado.



Así, cumplí quince años en primero medio, sin nada que celebrar más que no estaba muerto.

Renunciado a mi sueño de ser amado por Javiera, me enfoqué nuevamente en los estudios, especialmente por el tema del NEM, si quería ser un abogado de la Chile tendría que mejorar las notas, incluyendo en la insufrible geometría analítica. Es curioso como la poesía tiene ribetes distintos a medida que creces, pues un verso de Antonio Machado comenzó a resonar cada vez más fuerte en mi cabeza: 

“Este amor que quiere ser
Acaso pronto será:
Pero ¿Cuándo ha de volver?
Lo que acaba de pasar

Hoy dista mucho de ayer,
¡Ayer es Nunca jamás!”



Javiera terminó con el Bravo.



II

Hoy es la noche de San Juan, y estoy camino a la Higuera. Podría haber traído los facsímiles para entrar a la Chile o mi cuaderno para ser un poeta como Machado, pero no. Si he de arriesgarme, lo hare para ser amado: a mis diecisiete años, entendí que es la única bendición terrenal ¿Pero si la higuera me traiciona y daña a Javiera? ¿y si la higuera con sus bromas la deja en estado vegetal, solo dependiente de mí?. 

La duda me entristece, me siento una mala persona, solo pendiente de mi felicidad. Con estos pensamientos dejo caer mi cuerpo y mis dudas en un asiento de la plaza cercana a la higuera. Pasa el tiempo, la duda sigue cada vez más fuerte en mí. Tengo pena, pena y rabia por tener que acudir a esta ayuda diabólica para poder ser amado. Son las diez de la noche cuando unos pastabaseros se acercan. De la pena paso al miedo. Dios mío me asaltaran otra vez, y se llevaran la foto de Javiera para masturbarse con sus garras podridas. No tengo valor para resistir, empiezo a rezar y siento la ausencia de Dios mientras la sombra de la higuera crece. Con las manos tiritando palpo mi guarnición de monedas y me preparo a negociar por mi seguridad, cuando me miran y siguen raudamente su camino. 

Me tranquilizo, quizás la vida no es tan mala. Quizás no tenga que negociar con la higuera el amor de Javiera. Quizás si voy al gimnasio, hago dieta, quizás si solo le hablara. Mi esperanza dura una sonrisa, pues recuerdo que este año saldremos de cuarto medio. El dolor vuelve a apoderarse de mí. El viento asoma frío, la higuera se mueve delicadamente. Abrazo la foto de Javiera y mis poemas, cuando una señora cartonera se me acerca. Me habla a un par de metros, se santigua y me dice que no lo haga, que no será por amor, que la higuera se las cobra. La escucho y asiento dulcemente. La buena mujer tiene razón, pero no me puede entender. La miro con envidia mal sana cuando su pareja la llama desde lejos.

Javiera, musa mía, beberé el aroma de tus cabellos oscuros, por el tiempo que nos de la higuera, anidaré en tu pecho toda mi alegría. Voy recitando estas palabras como mantras mientras avanzo por la calle de la higuera, son las once y cuarenta y cinco. 

La calle esta oscura, ahí está la higuera, me mira. Javiera me amará, aunque sea por un año. De repente dudo, la imagino destruida, pastabaseada ofreciendo su cuerpo por quinientos pesos, estoy por retroceder pero de la higuera brota una niebla celeste, como los ojos de Javiera. El viento sopla fuerte y tibio, las ramas de la higuera hacen una sombra de dos enamorados. Soy feliz, una lágrima cae en la foto de Javiera. Ya son las doce.